Me esperan mis padres

Una tarde luminosa Miguel salió de viaje. Dejó atrás a La Grita y fue descendiendo por ka carretera ondulante entre montañas, vegetación y piedras. Poco después de pasar Seboruco oscurecía. Los rayos del sol se desvanecían entre las nubes anaranjadas y casi de inmediato las figuras se iban tornando borrosas. En la semipenumbra vio a su derecha alguien que le agitaba la mano y le pedía que se detuviera. Era un niño de unos once años que vestía uniforme y al hombro llevaba un morralito. Miguel paró la camioneta y le indicó por señas que subiera. El muchacho abrió la puerta y se sentó a su lado musitando un “Buenas tardes”. Miguel contestó el saludo:

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El caballo negro

La carretera estaba solitaria y oscura. Manuel se desplazaba con su automóvil de la Fría a Seboruco, iba a gran velocidad. Estaba preocupado, las diligencias y las visitas se habían prolongado demasiado, no le agradaba transitar por allí cerca de la media noche. El aire cálido de La Fría se iba tornando fresco a medida que ascendía. Adivinaba los árboles, las casas y las montañas: “Pronto estaré en Seboruco”. Se tranquilizó, en la lejanía divisó unas luces. De pronto en un cruce vio un caballo negro a galope con las crines al viento. Con la velocidad que trata no pudo frenar y chocó con el brioso animal. Cerró los ojos y sintió el golpe. Instantáneamente se erizó y aumentó la velocidad. Pensaba: “Lo he atropellado”.

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