Y falta uno

Luego de una semana fuera de casa, Pablo, el camionero, regresaba a Colón. Venía despacio manejando su pesado vehículo y en la semipenumbra de la noche veía con agrado el paisaje familiar.

Pensaba: «Llegaré temprano, hace poco se ocultó el sol y aun se puede ver. Me falta muy poco para llegar a Colón. Estoy llegando a la Carbonera». Miró a la derecha, al borde de la cuneta estaban unos jóvenes que le hacían señas para que se detuviera y los llevara. Pablo detuvo la marcha y se orillo. Se fijo en los muchachos, contó tres, todos estaban agarrados de la mano. Les dijo:

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La mujer de negro

El automóvil se deslizaba veloz por la carretera San Félix-Colón. Sólo se divisaban los árboles en sus orillas, en el cielo titilaban algunas estrellas. La atmósfera era cálida y la brisa traía olor a flores. El vehículo estaba ocupado por cuatro pasajeros: Enrique, su esposa y sus dos hijos menores.

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La pierna encantada

Hace más de sesenta y cinco años en la ciudad de San Juan de Colón solo había una casa de dos pisos y estaba ubicada en la Calle real. Era una ciudad apacible. La brisa susurraba al mover sus airosas palmeras y estas despeinaban sus penachos. En las noches nadie transitaba por sus calles. Las casas se alumbraban con carburo.

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La Piedra del mapa

Se iniciaba un año escolar. Beatriz comenzaba su primer año de trabajo como maestra. Pocos meses atrás se había graduado como bachiller docente y desde Mérida se trasladó a San Juan de Colón. Muy temprano llegó al Grupo Escolar Francisco de Paula Reina y se presentó en la dirección del plantel con sus credenciales. Fue muy bien acogida y sus compañeros la invitaron a conocer el grupo. Cuando pasaron por el jardín le mostraron una gran piedra. La invitaron a subirse. Ella subió y se sentó sobre la piedra para contemplar sus petroglifos:

Serpientes enrolladas y comenzando a desenrollarse, caras de indios.

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El mono de la Quebrada Blanca

Cerca de San Juan de Colón, en un lugar llamado Peronilo había una hacienda semejante a un paraíso. Árboles frutales rodeaban la casa y más allá cafetales, palmas variadas y por entre peñas se deslizaban susurrante la Quebrada Blanca, de aguas frescas y limpias.

La señora Teresa envió a su hija Gladys con la muchacha del servicio a recoger unas chamizas secas entre los cafetales. Las dos niñas se entretuvieron cogiendo palitos secos mientras hablaban. Distraídas no se dieron cuenta que se habían alejado de la casa. Se disponían a tomar agua en la quebrada cuando vieron asustadas que detrás de unas rocas un mono corpulento y peludo les hacia señas con las manos de que se acercaran.

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