El automóvil fantasma del Páramo La Negra

Hace años, cuando la travesía de la Grita a Mérida por el Páramo de La Negra era una proeza, el punto obligado entre ambas era La Cañada. En ese lugar la casa de don Ángel María Arellano y Elena de Arellano era el sitio apropiado para comer, tomar café o aguardiente; y si la noche se echaba encima, también para encontrar posada.

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En el páramo de «El Rosal»

La aldea “El Rosal” está prendida en la montaña entre plantas aromáticas y blancas rosas de páramo. Un camino conduce al páramo del mismo nombre, cada vez se hace más empinado. Los matorrales van decreciendo con la altura hasta perderse. En la cima, pequeñas gramíneas tapizan la explanada junto con hierbas menudas y florecillas amarilla. La atmósfera es limpia y transparente, el cielo azul intenso; allí terminan los confines del páramo. El aire fresco trae aromas de flores, romero, tomillo y laurel. En la tarde, el paisaje se transforma: la explanada, los precipicios, las montañas, se cubren de niebla, todo se borra, se viste de blanco.

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María de la laguna

Era una noche de invierno, había caído una lluvia torrencial que hizo crecer y desbordarse la quebrada Las Porqueras y lagunas cercanas. En Portachuelos la tormenta seguía retumbando hasta el Páramo El Batallón y de vez en cuando los fogonazos de las centellas iluminaban las montañas, luego todo se sumergía en la espesa cortina de niebla. Eran las doce de la noche, alguien tocó la puerta. Nadie contestaba. Los toques insistían en forma desesperada. Una anciana salió del cuarto con una vela en la mano y abrió la puerta. Ante ella una adolescente mojada y llena de barro. La anciana preguntó:

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El Cerro «El Perdedero»

Joaquín salió muy temprano de su casa. La neblina y la brisa montañera le acariciaron el rostro. Apenas se veía el camino. Tomó la carretera hacia Pueblo Hondo y luego torció a la derecha. A lo lejos se perfilaban las montañas entre cortinas de nubes y neblina. El sol se desperezó y salió de su escondrijo. Las nubes coloreadas jugaban al compás del viento. El cielo se iba tornando cada vez más azul lo mismo que el cerro “El Perdedero”. Joaquín dejó la carretera y se metió en el boscaje. Hilitos de agua corrían desde la cumbre. El piso estaba mojado al igual que la hierba. De los árboles colgaban lianas y parasitas. Sobre ellos hermosas orquídeas despertaban con el alba y por todas partes helechos, desde los más pequeños hasta los más corpulentos.

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La Piedra Grande

La noche está oscura. El valle duerme, por allí solo transita la neblina. En el cielo se asoma la luna y vuelve a desaparecer entre nubes oscuras. De las cumbres llega zumbante el viento cargado de aromas. En el centro del tambo arde el fuego sagrado. Dentro del tambo las mujeres se mueven alrededor del fogón preparando brebajes con que mitigar el dolor de los niños consumidos por la fiebre. Una epidemia está terminando la salud de los niños sin que nadie pueda detenerla.

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El nacimiento de Aguadía

Cuentan  los ancianos de La Grita que hace muchos años el valle estaba desolado. La sequía era tan fuerte que los aborígenes padecían de sed y hambre. Una noche, cuando la luna llena estaba en todo su esplendor e iluminaba con su luz plateada al amarillento valle, los indios Humogrías se reunieron alrededor de fogatas, luego los hombres y jóvenes prorrumpieron en cantos y bailes mientras las mujeres alimentaban el fuego. Cada vez el baile se hacía más frenético al son de flautas, guaruras y tambores. Pasaron muchas horas y los indios lanzaban incansablemente gritos, saltos y gestos extraordinarios.

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La viga de oro de La Grita

Un ingeniero recién graduado llegado de la capital supervisa unas obras de ensanchamiento de la red de cloacas, como también la nueva acometida de aguas de la ciudad de La Grita. Observa con curiosidad que en una calle orientada de Norte a Sur las excavaciones son casi superficiales.

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La mujer del Hotel Montaña

Arturo dejó unos pasajeros en el Hotel Montaña, de inmediato se dispuso a regresar a La Grita. Contempló el cielo breves momentos. No había nubes, en el cielo azul marino titilaban las estrellas y la luna en su cuarto creciente alumbrada con tenue claridad, pensó: « ¡Qué hermosa noche». Arturo prendió el automóvil  y se deslizó por la carretera en descenso, a los lados se perfilaban las casas y los matorrales.

Se abrochó la chaqueta para protegerse del aire gélido que entraba por la ventanilla del vehículo. Pensaba: «La noche no está clara pero al menos puedo distinguir la carretera y lo que está en sus orillas». Alrededor de una curva con los faroles del automóvil alumbró la figura de una mujer de formas esculturales, estaba a su derecha y le hacía señas de que parara. Detuvo el vehículo y le abrió la puerta.

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La laguna encantada

Muy cerca de las Porqueras y del páramo El Batallón se encuentra una pequeña laguna de aguas verdes. Los lugareños la han cercado con alambre. A su alrededor sembrados de claveles rojos, blancos y rosados, cuyo aroma perfuma el ambiente. Hacia las faldas de las montañas árboles y pequeños matorrales.

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